miércoles, 29 de octubre de 2014

Relato: "La Guerra" (para Magazine Delicacy)

Lo doloroso de haber ido a la guerra y haber vuelto es que ella siempre queda dentro de uno por donde sea que vayas. No voy a decir que sigo aturdido ni que veo muertos por las calles. Pero de alguna forma el pasado se graba en el cerebro. Hasta los científicos confirman ahora las zonas donde la información del pasado se guarda dentro del cráneo. Resistiéndose a morir.
Ya todos saben que las guerras son absurdas. Aclararlo no tiene sentido. Ya todos saben que se anuncia un motivo para atacar, pero en realidad siempre hay otro. Real. Y económico.
Pero lo que si estaría bien decir es que ahora las guerras volvieron a ser inquisiciones. Invasiones. Como alguna vez lo fueron hace cientos de años. Lo que me convierte totalmente en un sapo de otro pozo, ya que ni siquiera las guerras de antes siguen existiendo. Soy una especie de reliquia del pasado. Solo un viejo recuerdo de una historia nefasta que ya nadie quiere recordar.
La vida es un organismo extraño. Cuando vivía cómodo, en mi casa, con mi familia, y mi trabajo, antes de partir al campo de batalla donde estuve varios años, no disfrutaba ni era consciente de mis comodidades ni de mis libertades. Al parecer uno debe pasar hambre para tomar conciencia del milagro de la alimentación diaria. Uno debe perder algo para sentir su ausencia. O al menos así vivimos nosotros. Algo dormidos de tanta comodidad y abundancia.
Cuando uno está en campo de batalla no importa el mañana. Simplemente sos un escombro de instintos desesperados bajo el mando de alguien más. No hay pertenencia de grupo, ni de nada. Tampoco hay un país, ni causas o razones justas. Es sobrevivir o dejar de hacerlo. Luchar o rendirse. Toda la hermosura del mundo se resume y comprime a un dedo capaz de apretar el gatillo en el momento justo, en el lugar indicado y sobre tu cuerpo. (Aun, sin tener decisión, sin tener autonomía, el soldado juega a ser un Dios. Uno tonto y asustado. Un Dios corrompido por el contexto. Pero un Dios al fin.)
A veces hay instantes milagrosos. Como una lluvia que se expande sobre el horizonte generando un extenso y ancho arcoíris o el encuentro vespertino con una mariposa de grandes alas doradas volando en silencio mientras tus compañeros duermen. El corazón no se puede ablandar ni abrir cuando uno está en batalla, pero de todas formas algo se mueve dentro de uno. Algo. Y quizás ese Algo sea la única parte digna que el cerebro puede recordar en la memoria sin tener sufrimiento alguno.
Si sobrevivís, hay que volver a la Vida en sociedad. Volver a ellos. Solo que es duro, ya que la sociedad olvida siempre a sus sobrevivientes de guerra. Nadie quiere recordar los propios conflictos internos. Y lo mismo ocurre con la vida de una sociedad. Y esto,  para colmo, se agrava si sos del país derrotado y humillado.
La sociedad demuestra simplemente estar en otro plan. Mientras uno estaba en el campo de batalla siendo un amasijo de instintos, ellos continúan su vida habitual, como de costumbre. La sociedad está en guerra, pero solo una pequeña parte la vive: la que es obligada a dirigirse al campo de batalla. Los otros, en cambio, solo la ven por televisión. Sin hambre, sin necesidades, sin pérdidas. Siguen así de dormidos. Y es de allí donde surge el término “loco de guerra”. En particular yo no lo tomo como un insulto ni como una burla. El término “loco de guerra” me simboliza la necesidad de etiquetarnos, de separarnos y ser solo un término. Una palabra.
A pesar de todo seguí mi vida. Me casé. Luego ella me dejó una vez que me descubrió teniendo sexo con su madre, mi suegra. No es que la eche la culpa al campo de batalla, no. Pero a veces uno pierde los estribos. Ya no se espera lo esperable, ni se dice lo decible. Uno se olvida de las normas de la sociedad. Porque uno ya no pertenece a ella. Además piénselo así: esas normas sociales son las que me llevaron a la guerra –cerca de la locura y la muerte. ¿Cómo seguir respetando esas leyes si fueron ellas las que casi me privan de mi vida?
La separación con mi ex esposa me dolió. Pero no tanto como me imaginaba. Cada tanto sigo viendo a mi ex suegra, aunque ella siempre termina llorando desconsolada. Dice que llora de culpa. Yo le digo que no sufra.  Que hay cosas peores, como ver a tu compañero de expedición abierto en dos pidiéndote a gritos que lo mates mientras las moscas comen y cagan en su carne mutilada. Pero ella no me hace caso. Llora y llora y siente culpa. Pero tampoco puede dejarme. A veces pienso que lo único que ella busca, entonces, es sentir culpa. Otras veces pienso que ella nada más busca un hombre incapaz de sentir. Y yo soy el único que encontró cerca. Que anda cerrado. Con el corazón cerrado.
Las cosas no son fáciles. Pero con el tiempo se acomodan. Yo no tengo hijos, y no los veo por el horizonte. Y a veces me pregunto porque sigo vivo aun. Recibo una subvención casi de chiste de parte del Estado que me sirve para vivir y comer. Por las tardes voy a una plaza y miro a las personas. Ellas parecen no verme. A veces yo me pregunto si seré un fantasma. Un muerto. Si habré dejado una parte de mí allí, en el campo de batalla, donde nadie podía mirar ni observar ni sentir ni interpretar lo que estaba ocurriendo.
A veces pienso que en realidad también viven así algunas personas que nunca fueron a la guerra. Es una lástima. Yo no le deseo a nadie que pase por lo que yo pasee. A lo mejor, quien sabe, todavía yo esté a tiempo de reactivar mi vida. De abrirme y sentir nuevamente el aire entrando en mis pulmones. Quién sabe. La posibilidad existe. Está. Sigue vigente en mi cerebro. Y quizás es por eso que  todavía la recuerdo. Solo por eso: una mariposa de grandes alas doradas volando suavemente por un campo minado mientras mis compañeros duermen.
Tiene sentido. ¿No?
 
by Fede Frisach para Magazine Delicacy, 18 del 10, 2014

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